¿Cómo un expresidente se muestra extrañado de que el proceso criminal al que está sometido esté impregnado de política?
¿Desde cuándo, Álvaro Uribe Vélez, ignora que todo acto del ser humano tiene carácter político?
Lo dijo Aristóteles, y, hasta hoy, nadie lo ha desmentido. Ni siquiera el mismo Uribe, tan dado a convencer a todos de que él es la verdad en sí misma.
Pues, claro, sí, desde luego que el proceso tiene, no solo envoltura política, sino todo el contenido. Pero no es partidista.
Todo lo que Uribe ha hecho, para bien o para mal, es político. Todo tiene, como en sus palabras, “ánimo político”.
Así, ¿por qué, lo que los demás hagan o dejen de hacer no podría ser político; por ejemplo, el proceso judicial debería no serlo?
Sin embargo, a pesar de que todo lo que ha hecho Uribe, en su vida privada y en la pública, no solo ha sido político sino también partidista, para él, lo político no puede ser permitido a nadie más.
Y, menos, cuándo muchos lo consideran a él como el opositor número uno del gobierno de Gustavo Petro y de cuantos gobiernos haya que no surjan del Centro Democrático.
Olvida que todo, absolutamente todo, lo que hace el ser humano, es un acto político, porque ser político es de la propia naturaleza de ese ser.
Las leyes tienen contenido político; los crímenes, también. Todas y todos. La subversión, el paramilitarismo, la paz, como propuestas humanas, son políticas.
Por lo anterior, la justicia es política, pues, como lo demás, es producto de la naturaleza del ser humano. Nadie puede ignorar esto.
Así, es extraña, la queja de Uribe. Aunque, en realidad, se trata de mera pantomima. Cuando argumenta el carácter político del juicio, lo que busca es neutralizar todo lo actuado, desvirtuarlo, dejarlo sin valor, anular la investigación.
Y, con ello, borrar sus conductas típicas que lo obligarán a sentarse donde se han sentado muchos delincuentes.
La razón para esa actitud está en que confunde lo político con lo partidista, confusión que no se aclara en normas legales que les impiden a algunos altos servidores del Estado participar en partidismo o en activismo partidista, pero no en política, pues sería negar que son seres humanos.
Desde luego, es comprensible el afán de Uribe por liberarse del compromiso con la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y, sí, aunque le cause urticaria, del compromiso con el pueblo colombiano.
Está acusado de dos crímenes muy graves, en la medida en que afectan los intereses de los colombianos. De todos.
Es entendible la preocupación. No desea pasar a la historia como el primer exjefe de Estado que, en la era moderna, enfrenta un proceso criminal como principal acusado.
Ni siquiera Ernesto Samper llegó hasta allá. El proceso 8,000 precluyó en la Cámara de Representantes en la etapa de antejuicio político en 1996.
El de mayo será, de todos modos, un suceso sin precedentes. Un elemento trascendental es la figura de Uribe, considerado el político más influyente de los últimos 25 años, gestor de grandes manipulaciones como la que lo llevó a ser dos veces seguidas presidente (una segunda reelección la frenó la Corte Constitucional), con decisiones suyas de importancia como la elección de los dos presidentes que él impuso: Juan Manuel Santos e Iván Duque, y el inexplicable triunfo del No en el plebiscito por la paz.
Ser procesado penalmente y arriesgar la libertad a los 72 años, después de que, a todo costo, se hizo reconocer como el colombiano más destacado de la historia, y de que sus seguidores lo consideren presidente eterno, no debe ser muy alentador para él.
Otro aspecto notable es la gravedad de los cargos: fraude procesal y soborno a testigos, crímenes que no son otra cosa que intentos por engañar y hacer caer en error a la justicia, y que se sancionan con penas de cárcel de entre 6 y 10 años y multas millonarias.
Un tercer elemento es la figura de la víctima, el senador Iván Cepeda Castro, luchador irreductible por la paz y las buenas prácticas políticas. Cepeda comenzó en el proceso como victimario, pero las investigaciones de la justicia y la fiscalía (a pesar de su abyecta condescendencia con Uribe) se encargaron de ubicar a los personajes en su lugar en la historia real.
Historia real que tiene muchas aristas, pero un solo origen: el odio profundo de Uribe hacia la izquierda, en especial la armada, por razón de la aún inexplicada muerte de su padre en un denso ambiente en el que se enredan la guerra, los asesinatos, la política, el narcotráfico y los grandes capitales económicos.
Sin pruebas, Uribe siempre ha dicho que a su padre, Alberto Uribe Sierra, un pequeño campesino agricultor que terminó con un helicóptero escondido en Tranquilandia, el mayor complejo industrial de procesamiento de cocaína de la historia, fue asesinado por guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
Cepeda, hijo de padres comunistas, nunca ha pertenecido a las Farc, como cree Uribe, convencimiento que determinó duros enfrentamientos políticos entre los dos personajes, luego de graves acusaciones sin fundamento de parte de Uribe.
Porque Uribe ha denunciado a Cepeda, siempre sin pruebas, de todo lo imaginable.
En este caso, que cumple 10 años, Uribe abandonó un debate en el Congreso en el que Cepeda develaba información sobre los vínculos de Uribe con grupos narcotraficantes y paramilitares de ultraderecha.
En respuesta, acompañado de áulicos, Uribe se dirigió a la CSJ, a denunciar a Cepeda por manipulación de testigos. Vino la investigación, y en 2018, la Corte declaró que quien manipulaba testigos para engañar a la justicia era Uribe, a través de Diego Cadena, uno de sus abogados, que visitaba en las cárceles a reclusos que habían hablado con Cepeda para el debate.
Entonces, el proceso se invirtió. Y cuando Uribe esperaba que Cepeda estuviera camino a la prisión, quien está cerca de las rejas es él, en el acelerado declive de su vida.
Que su abogado Jaime Granados considere que todo es “una infamia” contra Uribe, solo es la opinión de un simple defensor.