Dr. Polito
En el principio eran los hombres, es decir, el pueblo, y el pueblo creó sus dioses.
Como los dioses, allá, en algún lugar sagrado, hacían solo su santa voluntad, y no la de los que los crearon y los hicieron inmortales, el pueblo pensó en soluciones más cercanas, terrenales…
Se sentaron en el suelo, buscaron tierra limpia, que solo encontraron a su izquierda, e hicieron a los políticos de izquierda, y les encomendaron pensar siempre en cómo brindarles bienestar a sus semejantes. Dedujeron que debían ser equilibrados, y buscaron en la derecha, pero solo hallaron miasma. Con ésa materia putrefacta, el pueblo fabricó a los políticos de derecha.
Ocupado produciendo la comida para todos, como era su diario vivir, sin tiempo para nada más, el pueblo llamó a los políticos y les entregó la tarea de elaborar unas normas mínimas de comportamiento social.
No había cabida para todos, así que el pueblo limitó a los escogidos, se dividió en grupos, y eligió. Nació, entonces, la burocracia.
Los políticos recibieron, entonces, el poder de decidir a nombre de sus hacedores que, desde el comienzo, hasta hoy, son sus patronos, sus empleadores, sus superiores.
Y ellos, los elegidos para esa burocracia, recibieron un mandato: trabajar en beneficio de todos, sin olvidar jamás su origen, sin ignorar nunca que son solo empleados del pueblo. Nada más.
Pero, con el alma podrida con la que nacieron, los políticos de derecha comenzaron, desde el comienzo, a maquinar cómo joder al pueblo. Encontraron la fórmula: convencer a los hombres de que los elegidos son mucho, pero mucho más importantes que todos los demás. Los de izquierda no participaron de la trama, pero tampoco se opusieron.
Así, poco a poco, el carácter de patrono que tenía el pueblo, se desdibujó, hasta el límite de considerar que los elegidos eran una categoría de dioses cuyo Olimpo era la burocracia, de la que, de algún día en adelante, ellos, los políticos, eran dueños únicos y podían dejarla en herencia a sus parientes.
En algunos países, como en Colombia, los políticos armaron ejércitos siniestros, para que hicieran añicos a cualquiera que se opusiera a los nuevos amos.
“Las instituciones son sagradas y nadie puede atentar contra ellas”, predicaron los políticos y dieron a entender que las instituciones eran ellos y sus descendientes y sus amigos y sus socios de negocios, y los hombres y las mujeres a las que ellos designaron como jueces, para que decidieran sus litigios siempre a su favor.
“Para algo los elegimos, ¿no?”, les advirtieron.
Y los jueces, salidos de la entraña del pueblo, se convirtieron en instituciones intocables, inescrutables, inimputables, dueños de conceptos como impunidad, soborno, coima, prevaricato.
Por eso, hoy, en Colombia, hasta el último de los porteros, los servidores públicos se arrechan porque se les dice que son servidores públicos.
“Somos instituciones y no nos pueden ni dirigir la palabra”, responden soberbios, orgullosos, con aires de matón de barrio.
Pues, no, señoras y señores de la burocracia del Estado. Ninguno de ustedes, ni el presidente de la República, es más que el último de los ciudadanos, porque todos ustedes viven de lo que ese último aporta para que les paguen los sueldos que, de forma abusiva, se han fijado.
Bájense de esa nube en que andan, aterricen, y ríndanle cuentas y pleitesía a sus empleadores, a sus reales patronos, a quienes les otorgaron el poder de decidir, es decir, a los ciudadanos.
¿Qué las Cortes son sagradas? Mamola. ¿Qué la fiscalía y la procuraduría y la contraloría son intocables? Como instituciones, quizás, porque no existen en la realidad. ¿Pero intocables las personas que manejan esos organismos? Mamola, claro que no.
¿Qué todos los altos burócratas deben tener esquemas de seguridad, para garantizarles su integridad física? ¿Cómo es eso? Si temen algo es porque algo malo hicieron. Entonces, que respondan ellos, no el pueblo.
Es la hora del respeto. Y por eso, hoy, desde acá se exige que al pueblo lo respeten, cabrones.
No obliguen al pueblo a hacerse respetar…